Corría.


Temía que las horas se las llevara la brisa que el ventilador provocaba, que a esos minutos de belleza inmaculada los tratara de seducir, se los cargara entre sus aspas mal colocadas.

La luz del ventanal obedecía a las grandes memorias enterradas en la cúspide de mi irracionalidad, de mi esperanza inmortal, de las cadenas de acero que había visto nacer en una mañana como ésta, donde todo era y nada había, donde la música estallaba desde las afueras de mi expuesto aposento, donde esa música la hacíamos tu y yo, entre tu espalda, mi espalda, tus manos en tacto con mi asustadiza soltura, mi insegura textura, mi entrega confusa.

Palidecía al soñar, me convertía en piedra mojada cada vez que recordaba lo que siempre me pareció irreal.

Y corría… corría en mis adentros, corría.

Detesto la infamia de malas decisiones, detesto la burla del mismo ser justo después del detestar. 
Y con más fervor detesto.

Ahora entre mis manos enmohecidas, postro mi rostro con delicada candidez, mientras los nudos ruedan cuesta abajo, mojan mi pecho atiborrado, sacian mi cuerpo lastimado.

El alma sin alma modera el ánimo.
El alma con alma exige volver.

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